Antonia Mercé "La Argentina" (1890 -1936)
Bailarina y bailaora
Nació en el Río de la Plata porque sus padres se encontraban allí realizando una gira artística. La madre, Josefa Luque, cordobesa de familia aristocrática, era bailarina; el padre, Manuel Mercé, castellano de Valladolid, primer bailarín y maestro coreógrafo del Teatro Real de Madrid. Al regreso a España, la familia se instala en Madrid, en el barrio de Lavapiés, donde el padre abrió una escuela de danza. Tenía la niña una bella voz de contralto, y el maestro Mercé deseaba que se dedicara antes que nada al bel canto; consintió la pequeña y comenzó a estudiar tan dura disciplina. Pero sin perder de vista el baile, al que se sentía inclinada desde siempre. "Aprendí a la vez a rezar y a bailar", manifestó en alguna ocasión, y según ella a los cinco años bailaba ya de una manera bastante aceptable. Murió el padre en 1903, y ello propició que Antonia abandonara los estudios musicales para dedicarse por entero a la danza. Y era una adolescente más bien desgalichada cuando comenzó como telonera en las salas de variedades de la época, ganando pronto una cierta fama.
En 1914 protagonizaba en el Teatro Alhambra de Londres El Embrujo de Sevilla, junto a un importante elenco de artistas flamencos, y fue probablemente en esa circunstancia cuando tuvo un conocimiento más íntimo del baile flamenco, y comenzaría a cultivarlo personalmente hasta hacer de él objetivo principal de su vida artística. Cuando en 1935 Pedro Massa le pregunta cómo formaría una bailarina, Antonia Mercé respondía con toda sinceridad: "En primer lugar, aprovecharía sus años de adolescencia para lograr que dominase la escuela italiana de danza. Sin esta base coreográfica no hay técnica de baile posible. Simultáneamente, le haría aprender música; procuraría que conociese una selección de obras literarias; pondría delante de sus ojos las obras maestras de la pintura universal, y por último le haría conocer y estudiar a fondo el origen y la historia del baile a que quisiera dedicarse. Ésta es, a mi juicio, la formación perfecta de una bailarina. Así me formaron a mí. Advierta usted que digo bailarina, no bailaora. Una bailaora es algo, en apariencia, semejante, pero sustancialmente distinto en el fondo. Por caminos de aprendizaje -por la técnica- se puede llegar a ser una buena danzarina, una bailarina cabal. La técnica no hizo jamás una bailaora. No quiere decir esto que el arte de la bailaora no tenga su parte de oficio, esté libre de toda regla. Pero es una técnica arbitraria, genial, individualista, si puede decirse así. La bailaora es la cosa espontánea, el arte vivo y maravilloso que nace porque Dios quiere que nazca. No hay escuelas para formar bailaoras, como no las hay tampoco para formar poetas y sí para hacer retóricos y gramáticos (...) La bailaora surge unas veces por tradición familiar: bailaora la madre, la abuela, pues bailaora la nieta... Éste es el caso más frecuente. Otras veces es porque a la chiquilla le gusta lo flamenco: le va por la sangre, como una levadura de gitanería, un no sé qué que la levanta en vilo en cuanto oye una guitarra, o suena una copla, o se dibuja en el aire el revoleo de una falda de volantes... Este fue mi caso. Fui bailarina porque mi padre -profesor de baile- quiso que lo fuera y me enseñó en conciencia todas las reglas de su oficio. Y me siento bailaora porque, andaluza mi madre, me nace de la entraña esa cosa caliente que nos transfigura y nos mata, y nos hace cerrar los ojos, y ver y no ver, y ahogarse en un suspiro, y revivir en otro, y...". Y cuando el entrevistador le plantea la cuestión crucial -"No hay que decir que entre bailaora y bailarina..."-, la mujer responde, sin vacilación: "¡Bailaora, siempre!". A partir de las actuaciones londinenses en el 14, la carrera de Argentina fue en constante ascenso, hasta situarse como una de las primerísimas figuras del baile europeo. En 1925, cuando pone El Amor Brujo en París, era una estrella internacional indiscutible, comparándosela con la Pawlova, y ello no era ocioso. Es entonces cuando ella declara: "Mi padre sólo bailaba con los pies, y se ha de bailar con el corazón y la cabeza". Va madurando su concepción estética del baile con un rigor y una autoexigencia ejemplares. Y así, cuando Pedro Massa le pregunta qué es para ella el baile, responde con absoluta convicción: "Belleza, en primer lugar, y luego, muy luego, técnica. La técnica no debe tener otra misión, en una bailarina, que permitirle escalar las cimas de la plena belleza plástica. Cuando la técnica, el oficio, el dominio de las reglas, no sirve para alcanzar este supremo objetivo, diga usted que no sirve para nada. Y lo curioso es que la técnica -tan sustantiva en la danza- tiene, en apariencia, que desaparecer al bailar, pues de no suceder así la hermosura del baile sufriría considerablemente. ¿Usted concibe a una bailarina, en el divino frenesí de su arte, acordándose de cómo ha de mover brazo o pierna, en obediencia estricta a las enseñanzas practicadas? Sin embargo, la técnica, invisible para el espectador, olvidada en esos momentos por la misma artista, corre por debajo de su arte, como una veta de agua que hace jugosa y tierna la expresión, la geometría del baile". Ese afán perfeccionista, en que se da primacía al arte antes que a cualquier otro valor, se convierte en una ética personal que rige toda la obra de Antonia Mercé. En algo aparentemente tan de segundo orden como las castañuelas, por ejemplo, cuya elocuencia fue arrebatadora pulsadas por La Argentina. Ella misma explicó el largo proceso que hubo de seguir hasta lograr el sonido que quería de ese especialísimo instrumento.
Fue este tesón, este empeño en hacer de su arte algo único y, siempre que estuviera a su alcance, imposible de mejorar, lo que dio a toda la obra de Antonia Mercé la Argentina ese aura especial tan consustancial a la personalidad de la artista. En 1922, en Granada, donde se celebraba el Concurso de Cante Jondo, contemplando estremecida el baile de la vieja Golondrina, preguntaba a José Carlos de Luna: "¿Bailo yo así?". Por aquellos días también, allí mismo, vio bailar por alegrías a Juana la Macarrona, y sintió tal emoción que cuando terminó el baile se arrodilló reverente a sus pies, la descalzó y se llevó los zapatos. En 1929 puso una nueva coreografía de El Amor Brujo en la Ópera Cómica de París. Y a finales de ese año se le rindió homenaje en el Instituto de las Españas de Nueva York, con intervención de García Lorca.
Fue entonces cuando Federico dijo: "Esa española, enjuta, seca, nerviosa, mujer en vilo que está ahí sentada, es una heroína de su propio cuerpo; una domadora de sus deseos fáciles, que son los más sabrosos, pero ya ha conseguido el premio de la danza pura, que es la doble vista. Fue entonces cuando Federico dijo: "Esa española, enjuta, seca,